El fin, Adiós.

Me incliné, agachándome para tomar más impulso...

... y me tiré del acantilado.

Chillé mientras caía por el aire como un meteorito, pero era un grito de júbilo y no de miedo. El viento oponía resistencia, tratando en vano de combatir la inexorable gravedad, empujándome y volteándome en espirales como si fuera un cohete que se precipita contra el suelo.

¡Síííí! La palabra resonó en mi cabeza cuando atravesé como un cuchillo la superficie del agua. Estaba helada, aún más fría de lo que me había temido, pero eso únicamente acrecentó aquella sensación de subidón.

Mientras seguía bajando hacia las profundidades de aquellas aguas gélidas y negras, me sentí orgullosa de mí misma. No había sufrido ni un instante de terror; sólo pura adrenalina. En realidad, la caída no era tan escalofriante. ¿Dónde estaba el desafío?

Fue en ese momento cuando me atrapó la corriente.

Me había preocupado tanto por la altura del acantilado y por el evidente peligro de aquella escarpada pared que no había pensad para nada en las oscuras aguas que me esperaban abajo. Ni siquiera había llegado a imaginar que la verdadera amenaza acechaba debajo de mí, tras la hirviente espuma.

Sentí cómo las olas se disputaban mi cuerpo, tirando de él como si estuvieran decididas a partirlo en dos para compartir el botín. Sabía cuál era la forma de luchar contra la marea: mejor nadar en paralelo a la playa en vez de esforzarme por llegar a la orilla, pero ese conocimiento no me servía de mucho, puesto que ignoraba dónde se encontraba la orilla.

Ni siquiera sabía dónde estaba la superficie.

Las aguas furiosas se veían negras en todas las direcciones; no había ninguna luz que me orientara hacia arriba. La gravedad era omnipotente cuando competía con el aire, pero no tenía ni una oportunidad contra las olas. Yo no sentía su tirón hacia abajo, ni notaba que mi cuerpo se hundiera en ninguna dirección. Únicamente experimentaba el embate de la corriente que me llevaba de un lado a otro como una muñeca de trapo.

Luché por guardar el aliento en mi interior, por tener los labios sellados para no dejar escapar mi última provisión de oxígeno. El frío del agua me estaba entumeciendo piernas y brazos. Ya no notaba las bofetadas de la corriente. Ahora sentía más bien una especie de vértigo mientras giraba indefensa dentro del mar.
Me obligué a mí misma a seguir braceando y a patalear con más fuerza, aunque en cada instante me movía en una dirección diferente. No podía estar haciendo nada útil. ¿Qué sentido tenía? Ya no quería seguir peleando. Y no eran ni el mareo ni el frío ni el fallo de mis brazos debido al agotamiento muscular los que me hacían resignarme a quedame donde estaba. No. Me sentía casi feliz de que todo estuviera a punto de acabar. Era una muerte mejor que las otras a las que me habría enfrentado, una muerte curiosamente apacible.
Le estaba viendo a él, y no tenía ya voluntad de luchar. Su imagen era vívida, mucho más definida que cualquier recuerdo. Aunque los pulmones me ardían por falta de aire y las piernas se me acalambraban en el agua gélida, estaba contenta. Ya había olvidado en qué consistía la auténtica felicidad.

Felicidad. Hacía que la experiencia de morir fuese más que soportable.

La corriente venció en ese momento y me lanzó violentamente contra algo duro, una roca invisible entre las tinieblas. La roca me golpeó en el pecho con dureza, como una barra de hierro, y el aire escapó de mis pulmones y salió por mi boca en una nube de burbujas plateadas. El agua inundó mi garganta, me asfixiaba, me quemaba, mientras la barra de hierro parecía tirar de mí, apartándome de Edward hacia las oscuras profundidades, hacia el lecho oceánico. Adiós. Te amo, fue mi último pensamiento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario